domingo, 31 de mayo de 2015

Lunar: la soledad como compañera

A 75 años del nacimiento de Emerio Darío Lunar
 y a 25 de su fallecimiento.
Fotografía: Escolástico Velásquez.
Hace 25 años, Emerio Darío Lunar abandonaba su casa en el sector Las Cabillas para adentrarse en los límites de lo eterno. Ahora, sus pinturas, esas mujeres inaccesibles que con tanto esmero retrató, han pasado de adornar los muros del hogar familiar a pasearse por el mundo, como muestra del talento innato de este artista excepcional.

Representadas como vírgenes estatuarias o con un sutil erotismo, la mujer representó el ideal de belleza de Lunar. Ahora que ya no está, uno pudiera imaginarlas en las cálidas noches de Cabimas, bajando de las telas colgadas en las paredes para posar en la sala de la casa, esa que tantas figuras de la plástica nacional recibiera para admirar la obra inusual de este pintor zuliano. Lamentablemente, es una visión imposible, no por lo irreal que pudiera parecer, sino porque la gran mayoría de dichos cuadros fueron robados de esta vivienda en marzo de 2010.

Rodeado de sus mujeres etéreas.
De la humilde morada solo queda el cascarón: fallecidos sus padres (María Natividad, en 1978 y Manuel Esteban en 1997), su hermano Manuel Marcelino había ocupado la residencia, aun a pesar del deterioro creciente que evidenciaba. Luego del despojo masivo de las obras del artista, bajo la mirada silenciosa de los propios vecinos, la extraña magia que le acompañó en vida se perdió para siempre.

Los aficionados a categorizar el esfuerzo humano asignaron diversos nombres a la producción artística de Lunar, pero él, modesto y a la vez consciente de lo que hacía, nunca quiso encasillarse. Prefirió automarginarse de las tendencias de moda y continuar aprendiendo con la práctica, empeñado en la búsqueda de la “perfección” en una ciudad imperfecta y en poblar imposibles espacios arquitectónicos con figuras fantasmales, surgidas de su inquieta imaginación.

“Necesito la soledad para crear, para lograr una mayor concentración”, me confesó en alguna oportunidad con su voz pausada, casi inaudible. “A veces la reflejo en mis cuadros, pero es casualidad. Hay gente que no puede estar sola porque se vuelve loca…yo no; la soledad es mi compañera. Yo estoy aquí con papá y mi hermano Manuel, pero me siento solo, porque soy muy poco comunicativo”.

Durante la inauguración del Museo
Vial del Núcleo LUZ COL.
De carácter contradictorio, a veces extremadamente efusivo, bromista consumado, en otras ocasiones era apenas una sombra  que se paseaba de un lado a otro de la casa, meditabundo, fumando sin cesar y sin dirigir la palabra a nadie. Era el mismo que se afanaba preparando un quesillo, reconocido entre la familia como uno de los mejores que habían probado y que él se impuso hacerlo según la receta de una sobrina política, tal como aprendió a tocar el acordeón, a coser su ropa…a pintar.

Lunar nació el 27 de enero de 1940 en Cabimas, una ciudad que abandonó pocas veces y por la cual sentía un vínculo atávico. Era el último de los cuatro hijos de dos emigrantes margariteños quienes se habían dedicado a la actividad comercial, luego de que el padre abandonara su empleo en las transnacionales petroleras. De débil contextura y enfermizo, desde niño se sintió atraído por el dibujo. Pese a su bajo rendimiento en los estudios, logró culminar el sexto grado de educación primaria y decidió orientar sus intereses hacia otros objetivos de aprendizaje.

La tumba del Faraón (1969). Esta obra fue
desgarrada durante el hurto masivo ocurrido en 2010.
Así, se desempeñó como músico y pintor de letreros comerciales. Iniciaba una vida bohemia, que incluyó un periodo turbulento en Margarita, donde atendía una pequeña tienda propiedad de su familia. En 1967, con 27 años, se aventuró en la pintura, sin más maestros que él mismo y su afán de aprender. Había adquirido algunos conocimientos básicos en un curso de dibujo por correspondencia, pero en la práctica su formación fue esencialmente autodidacta. Esa obstinada necesidad de desarrollar su talento le llevaría largas jornadas de desvelos, en las cuales ni comía ni dormía, hasta llegar a una crisis nerviosa, la primera de varias que sufriría durante la década de los años 70. Acompañadas por una desmedida afición a la bebida, marcaron sus años posteriores entre sanatorios mentales, correrías nocturnas, borracheras y rigurosas sesiones de trabajo creativo.


En la portada del catálogo el famoso retrato
realizado a Carolina Bogen de González.
Paralelamente es su periodo más fecundo e interesante en las artes plásticas, de hallazgos sorprendentes para él mismo y para aquellos que lo llegan a conocer. En 1969, aupado por Carlos Contramaestre y Oscar González Bogen, expone en el Ateneo de Caracas. Las críticas positivas que surgieron de esa muestra le impulsaron a mejorar y a buscar la perfección en su obra. Ya la pintura dejaba de ser un entretenimiento para adornar las vacías paredes del hogar familiar. Era la transición a su etapa adulta como artista.

La concepción simbólica del color se refleja en la obra de Lunar. El blanco representa la muerte, tal como lo expondría a Juan Calzadilla, uno de sus biógrafos; y como me lo referiría en una de nuestras frecuentes conversaciones: “Por eso mis mujeres son fantasmas, gente que no tiene vida.  Últimamente les pinto los labios, los trajes y la boca, para darles vida dentro de la muerte. Esas mujeres están muertas, pero han sido resucitadas por mí, que soy su padre creador”.

Retrato imponente de Graziano Gasparini.
Tan particular teoría cromática a veces no se correspondía con lo establecido: “Por ejemplo, el color azul, según me dijo (el pintor) Henry Bermúdez, representa quietud. Yo no lo sabía; por eso, sin saberlo, usaba colores vivos, para darles mayor fuerza”.

La muerte fue una constante, tanto en su trabajo artístico como en sus conversaciones privadas. Sin embargo, jamás pensó en ella como algo terrible, a lo cual había que temer. Tal como lo señala el crítico Perán Erminy, “sentía que la muerte no dejaba de acompañarlo y que la vida de uno era demasiado breve y precaria en comparación con la inmensidad de la muerte…”.

Esa visión la vinculaba con su creación: “Ese mundo de los personajes tal vez sea mi mundo, porque yo me identifico con ellos, con las cosas muertas”, me diría en alguna ocasión. Lo ratifica Erminy: “En la obra de lunar la presencia de la muerte está asociada a la idea de eternidad, que es una noción clave en la poética de este artista”.

En nuestras conversaciones, Emerio me explicaba: “Creo que nunca moriré. Yo volveré a vivir, tal vez no con esta misma cara ni con la misma familia…Creo bastante en la reencarnación”.

Emerio en 1980. Fuente: Galería Odalys.
En los años 80, Lunar recibió abundantes reconocimientos y participó en varias exposiciones . Protagonizó el Cuaderno Lagoven en la Pantalla que lleva su nombre, con textos de María Elena Ramos y dirección de Sergio Sierra. Aun me conmueve la escena final, donde se le ve interpretando el acordeón, rodeado de mujeres que actúan en el taller ubicado en la casa paterna.

En 1990, una maligna enfermedad, silenciosamente anidada en su débil cuerpo, evidenció  que el camino llegaba a su fin.  Su salud, por lo general de condición precaria, fue decayendo con rapidez. Los últimos meses transcurrieron rodeado de sus familiares más cercanos, con un sosiego lejano a los turbulentos días de su juventud.

La cascada (1986), paisaje onírico de Lunar,
colección MACZUL.
Fotografía: Mirem de Ondiz
Tras el funeral, recordé claramente fragmentos de una conversación, quizá de las últimas que sostendríamos antes de su partida. Era una de esas tertulias frecuentes en mis tiempos de estudiante de periodismo, cuando sentados en su taller comentábamos cosas tan disímiles como los chismes familiares o la caracterización de sus cuadros.

Si bien poco le agradaba tener que explicarse a sí mismo o a su trabajo, le entretenía oír las apreciaciones de los demás  sobre estos tópicos. “¿Piensas en tu vida como algo productivo?”, le pregunté en aquel momento. Era una interrogante ilógica si considerábamos el inmensurable legado artístico que dejaba tras de sí, pero coherente con esa visión bohemia y libertina que muchos le asignaban a su existencia.

De visita en el MACZUL en octubre de 2014, me
reencontré con La cascada en la exposición: El paisaje
“Creo que sí”, fue su respuesta. “Yo no he perdido mi tiempo. Las cosas que me han pasado las tomo como algo natural. Estoy satisfecho con mi vida. Yo no tengo nada que hacer, todo lo he hecho…”

Miré a mi alrededor todas esas obras extraordinarias que durante años se habían ido multiplicando en las paredes, algunas de manera temporal; otras, sin fecha determinada de partida porque él así lo había decidido y el cuadro no sería vendido. “¿Ni siquiera en la pintura?”, repregunté extrañado.

“En la pintura puedo seguir, pero en lo que yo pueda hacer, como dice la canción, la vida no importa”, fue su respuesta. De repente, sin quererlo, una sensación de pesar nos invadió a ambos.

Entonces ¿cómo te gustaría que te recordaran? 

Que la gente me recuerde por mis cuadros. Como persona, me da igual que me recuerden o no.

Expectativa (1970). El niño del cuadro soy yo, según una fotografía realizada a los cuatro años de edad.